Ex sicario narra su experiencia e ingreso al Cartel de “La Familia Michoacana”

Por Agencias

CIUDAD DE MEXICO, 7 AGOSTO DE 2016.- “En el pueblo sabíamos de la maña porque en ese tiempo se empezaba a extender La Familia Michoacana. Un puntero [halcón, informante] ganaba ocho mil pesos a la semana. Yo me acerqué por conocidos; empecé robando carros para ellos”.

Tiene el semblante espigado, con la piel de la cara casi pegada a los huesos. Es flaco. Desde chico está acostumbrado a moverse y a resolverse solo. La primera vez que le tocó ver de frente al crimen organizado tenía 20 años, estaba “bien prendido en la droga” y robaba. Desde ese momento, para él se convirtieron en La empresa.

Primero robó camionetas último modelo que les vendía entre 10 y 15 mil pesos cada una. A veces había pedidos por marcas o modelos específicos, que los jefes le pedían. En el momento de auge llegó a entregarles tres camionetas por semana. “Con lo que ganaba con ellos ya no quería trabajar de albañil”, cuenta. Durante los tres años siguiente fue un integrante operativo de La Familia Michoacana, La Empresa.

“Me levantó la misma Empresa y me dieron una verguiza que casi me meo encima. Me dieron unos cachazos y a puro “mazapán” me llevaron hasta el carro. Yo sólo me dedicaba a robar y fumar cristal, que ellos mismos quitaron de circulación. Sólo había piedra, mota y cocaína, pero yo tenía el conecte y podía conseguir”.

A él, que era joven y tenía los estados alterados por los golpes y los químicos, la opción le pareció lógica. “Yo tartamudeaba. Ellos eran puro ex militar, puro güey gacho”. No es novedad el vínculo entre los militares o ex militares con las organizaciones criminales presentes en México. Además de compartir integrantes, tienen la misma estructura vertical y replican el régimen castrense en su funcionamiento.

“Hay muchos jefes, pero los capos están escondidos. Le sigue el jefe regional, el de plaza, el de grupo y al final el sicario, el operativo. Es el que trabaja para la empresa y hace lo que le mandan, es el ejecutor, el encargado del trabajo sucio”.

Él era uno de los operativos cuando llegó la alerta de que un auto con placas de Jalisco estaba entrando en el terreno que les correspondía vigilar.

“No fue un secuestro porque él apareció en nuestro territorio, aunque sí lo privamos de la libertad. Secuestro es cuando lo tienes identificado”. El puntero o halcón que vigilaba transmitió la información y alertó al grupo que integraba el narrador de esta historia. Del operativo, que era su puesto, para abajo, está toda la cadena de transmisión de información desde la calle, o del único camino de entrada al pueblo en este caso. Comunica toda la información que le sea posible recabar a la distancia desde donde observa y lo que la luz del ambiente permita. De día se obtienen más detalles que en la noche por cuestiones obvias. Cuántas personas viajan, si están armadas y de dónde son las placas del carro, son parte de los datos importantes.

“Todo se maneja por códigos, que por lo general son números: uno para los guachos [soldados], otro para la Marina y otro para los contrarios”.

Montaron un retén. No recuerda si el extranjero traía un gesto de sorpresa cuando tuvo que frenar ante las trocas que le cortaban el paso y los seis hombres armados a guerra que lo interceptaron.

“Entre que lo vieron entrar en la brecha de terracería y el punto donde nos pusimos hay tres horas de camino que nos pertenecía. No hay casas, era muy fácil verlo entrar”.

En este caso no se temía la incursión de un grupo rival, por eso La Empresa envió a sólo un grupo operativo. “Para pelear nos uníamos, a veces, hasta seis camionetas con cuatro o cinco operativos cada una. Pero no es bueno que anden tantas juntas porque son muy visibles para los helicópteros de vigilancia”.

Los operativos estaban entrenados para saber cómo actuar en cada situación. Un instructor militar los había preparado en el monte para desarmar y armar distintos tipos de armas de calibres grandes, que por ley son de uso exclusivo del Ejército. “Puro ex militar tuvimos como instructor, puro comandante y sargento daba el curso”.

Del rifle a la granada, a las caminatas durante días por el monte, como si fuera la milicia. “Un policía común no llega a ese tipo de entrenamiento que teníamos, era paramilitar. Te enseñaban a no hablar y poder moverte con el tiro arriba, a no prender ni un cigarro en el monte para que no te vieran. Formas de caminar, de ver, de coordinar”.

También estaban las armas: rifles Barrett calibre 50 “como los que le ves a los afganos, pesa 50 kilos y se sostiene con un tripié. Muy pocos de nosotros podemos sostenerlo, es pesado y cuando dispara te da un retroceso que no te imaginas”. También tenían “cuerno de chivo”, que son metrallas AK47 y fusiles M16, “con lanzapapas, lanza granadas”. Las armas sí las recuerda, pero no a los que las empuñaban: “no recuerdo los nombres de mis amigos, nadie sabía el mío tampoco, sólo nos llamábamos por apodos”.

“Nos habían dado un librito con reglas que nadie cumplía, entre las que estaba que no nos podíamos drogar. Eran para que la gente del lugar viera que no éramos personas malas, pero buenas. Si una persona necesitaba, se le daba, y eso hacía que en ese momento el mismo pueblo nos apoyara. Tampoco podían decir mucho cuando se le aparecía un grupo de güeyes armados que pedían que les abrieran la escuela para dormir”.

Las preguntas básicas son tres y en el siguiente orden: ¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas? y ¿A qué vienes aquí? “Con esas preguntas aprendes a ver cómo la gente miente”.

El extranjero estaba nervioso. A punta de pistola lo bajaron del auto, mientras los otros “aseguraban el perímetro”, siguiendo el rol aprendido. Manos arriba, lo habían hecho acostarse boca abajo para interrogarlo. Venía del estado vecino, originalmente era europeo y estaba vendiendo motosierras y güiros para cortar pasto por pueblitos recónditos de Michoacán. La información se obtuvo a golpes.