Crónica: La vida desde las cantinas de la ciudad de Querétaro      (colaboración especial para Voz Imparcial)

Por: David Álvarez

Fotos: Pixie Ocampo Ferrer

Si para Carlos Monsiváis la Ciudad de México es “la demasiada gente”, Querétaro es una suerte de híbrido entre el crecimiento demográfico y el sosiego, sólo superado por la multiplicidad de obras públicas y climas que suceden en el día. Un anfibio oscilando entre la tradición y nostalgia de su gente y la modernidad subdesarrollada de avenidas y conexión a internet, combinación extraña que nos da por resultado un Querétaro que es Querétaro y potencialmente un caos.

Los bares y cantinas son espacios para tomar alcohol dentro de un entorno determinado, cuya oferta y demanda se ve transgredida por la serie de sucesos y pertenencia al que uno suscribe, los que proporcionan un sentido debido a las experiencias brindadas. Hay más en el cielo y la tierra que lo que pueda soñar la economía. Estar sentado mientras se bebe puede parecer cualquier cosa, aunque también ser más que eso, dando paso a la exposición de charlas y sentimientos que se van alterando conforme el tiempo transcurre.

Hace dos años aproximadamente escuché a Michio Kaku, físico teórico estadounidense, preguntar: ¿Qué queda si del universo extraes los planetas, asteroides, estrellas, satélites, galaxias y la materia oscura? Una respuesta probable sea decir que nada, a lo que el teórico señala, con rostro sonriente, que es una resolución errónea, pues aún sin materia visible lo que resta es espacio y que éste, al ser físico, puede manipularse como si en tus manos sostuvieras una botella para estrujar o romper.

En la primera ocasión Pixie, con quien emprendo el periplo para el registro fotográfico, y yo, abordamos la cantina “Barrio Alegre”; el frío comenzó su acecho debido al viento y la oscuridad del ocaso nos fue arropando. Pedimos un par de promociones de dos por cuarenta y cinco y nos traen frituras y una botella de salsa. Al lado, un conjunto de viejos jugando baraja acapara la rockola y aprovechando un hueco entre las tres canciones por diez pesos de cobro, asisto a colocar algunas monedas en la máquina ante las miradas incómodas de los vejestorios que guardan silencio mientras elijo alguna tonada. Don Gabriel se llama el tipo canoso y calvo que se acerca a nuestra mesa después de minutos para comentarnos que la música que pusimos en la rockola le agradó. Pensaba, quizá por nuestro aspecto o juventud, que pondríamos Metallica (así nos dijo), sorprendido acaso por iniciar nuestra ronda musical con “Preso”, de José José, tendiendo su mano con solidaridad por no desvariar su ambiente y el de sus colegas. “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”, señala el dicho popular, y con todo hay viejos que no valen madre. También el diablo sabe sólo por ser diablo.

En las cantinas todo es exceso y encontramos un espacio que, al igual que la ciudad, se amontona entre objeto y objeto, un pedazo de construcción atiborrado de ornamenta en el que no hay lugar para el lugar. Desde animales disecados hasta carteles de tauromaquia, las cantinas pueden considerarse herederas del barroquismo.

En el barroco como en las cantinas, la forma y su exageración es un fin en sí mismo y no es de extrañar que se entremezclen pinturas de paisajes queretanos con sartenes, lámparas, guitarras, recuadros y cartulinas fluorescentes con la promoción del día colgadas en la pared. Hay que darle mérito a la escenografía que, abrazando la constelación del vértigo producida por la reverberación del decorado y le bebida, contiene su propia dramaticidad.

Henry Toulouse-Lautrec realizaba su labor creativa colocando su caballete en los burdeles, generando a la postre un registro pictórico del lado B de París en el siglo XIX, un pintor con problemas de alcoholismo que frecuentemente era encontrado tirado en las calles de la ciudad y que murió a los 36 años. De la misma manera encontramos personajes en cualquier cantina, no todos pintores, aunque de varios oficios o ninguno; Miguel Ángel Castells, por ejemplo, es un guitarrista callejero que toca en camiones y restaurantes, y acude a “Barrio Alegre” a calmar la sed y tomar un descanso; un tipo amable que, contrario a lo que uno supondría, no se sabe ninguna canción de El Haragán o Lira N´ Roll como indica la tradición urbana, sino de los Bee Gees y The Creedence, quien relató que la conocida canción de Interpuesto, “Historia de un minuto”, que inicia con un característico silbido, es un plagio que originalmente creó David Garnica, conocida popularmente como “La canción del metro”, en la Ciudad de México, y que la agrupación robó e hizo famosa.

También están los personajes que han perdido la cordura: sumidos en su propio mundo son nombrados “teporochos” por el resto, entes dejados a la deriva siendo sobrevivientes por mero instinto y caridad. “El Tamales” es uno de ellos, un tipo que ha perdido hasta el lenguaje. Balbucea a cada pregunta o llamada de atención mientras camina ladeado casi a punto de caer. Su historia desconocida nos hace especular acerca de su situación y cómo llegó hasta donde está. Durante el día se resguarda en la pulquería “El Gallo Colorado”. Inquieto va de mesa en mesa arrimado con quien decida hablarle o invitarle un trago. Duerme ahí por las noches, sobre un petate extendido, en un rincón en la parte trasera cerca del baño. Al verlo, uno llega a cuestionar la propia sensatez y es difícil no pensar en las posibilidades a las que se puede sucumbir por falta de mesura. Al fin y al cabo caer es una aventura próxima para todos y “El Tamales” un recordatorio de que la desgracia nos aguarda en cualquier esquina.

Las cantinas son rincones cuya lógica estriba en ser la negatividad del mundo en su vinculación con lo estrecho, mismo que se asocia a la soledad. El rincón de una casa, un cuarto o alguna oficina no es más que un pequeño terreno en el que uno puede refugiarse. Como tal, los rincones contienen una postura: la del alejamiento, un alejamiento simbólico en tanto no se sale del espacio geográfico sino de su sentido. Una vía de escape ante la cotidianidad dentro de la misma cotidianidad. Don Joaquín, hace

algunos años, me dio un consejo en “Los Caporales”, y es que al quelite, amante o sancho habría que llevarlo “a las cantinas como éstas, aquí nadie se asoma un carajo y uno puede andar de cabrón sin pedos de la gente chismosa”. Fue cuando di cuenta de que Betty, con quien siempre veía acompañado, no era su esposa sino su amante, “la que dicen que no vale la pena, a la que es presa fácil del ardor, la burla y la condena…”

No hace mucho entró un payaso de crucero al “Sevilla 1”, enfrente de la Alameda Hidalgo. Dos mesas al lado de mí, tomó asiento desparramándose en la silla con las piernas extendidas. Pidió un trago a la mesera, quien con escote pronunciado y minifalda colocó su mano sobre la espalda del tipo, le acarició el cuello con los dedos para luego tomar su orden. A la par, sonaba “Un puño de tierra”, de Antonio Aguilar, lo que solventaba la desgracia por una actitud de valemadrismo mexicano, mientras el tipo, a pesar del maquillaje que le concedía una facción boyante, yacía cabizbajo, con la mirada vaga. Minutos después, al llegar su cerveza, quedó ensimismado, sin mover más que el brazo que va de la botella en la mesa a la boca. Terminó en cuatro tragos, se levantó de inmediato, limpió el sudor con servilletas, pagó y salió del lugar. Me asomé por la rendija, por donde se vislumbra a la masa transitar en lo que es una parada de autobús en avenida Zaragoza; el tipo subió a una unidad y comenzó, ahora alegre, a contar su primer chiste.

Nos dirigimos hacia “La Asamblea”. Recorrer las calles viejas de la ciudad capital queretana se vuelve una experiencia en sí misma, cuyas pendientes evidencian nuestra poca condición física para transitar. Bofeamos a cada paso  recorriendo avenida de los Arcos hacia avenida Zaragoza, vía dividida por un tanque de agua que también es glorieta. El camino se vuelve fatigoso. Las nubes se acumulan en una probable lluvia nocturna.

Nos resguardamos en una mesa en una de las esquinas del lugar, bajo una pintura que nos llama la atención y cuyo autor desconocemos. Admito la gracia de su tema: resalta en primer plano la presencia de Carlos Salinas de Gortari elevándose al cielo —una alegoría de la Ascensión de Jesús— con una corona en la cabeza y el logotipo del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en el lado izquierdo del pecho, mientras en lo alto el rostro de Luis Donaldo Colosio hace presencia sobrepuesto a un esqueleto. En el centro yace el mapa invertido de México, que en su interior resguarda diversos logotipos de partidos políticos del país y debajo de este, dinosaurios por doquier, los que a visión de Pixie parecen pollos debido a la forma en la que estos fueron trazados, principalmente las piernas. “¡Salud!, pinche Salinas”.

Pixie y yo decidimos emprender rumbo a “Chava Invita”, frente a la vieja estación del tren, en lo que tradicionalmente se conoce como de “La otra banda”, es decir, el lugar y personas que se encontraban del otro lado de las vías del tren, en las inmediaciones de la zona céntrica diferenciados de los ínclitos próceres del primer cuadro de la ciudad. Los barrios, a diferencia de las colonias o residenciales, contienen una serie de tradiciones entre las que destacan las cantinas. No hay barrio sin cantina ni cantina sin barrio. Es difícil encontrar una en la colonia El Tintero, pero sí en el barrio otrora comunidad de Carrillo Puerto; así como no hay en la colonia Palmas, pero sí en el barrio de San Francisquito. Siendo así, encontramos en la zona diversos rincones entre los que destacan, además, “El Tenampa”, “El Borrego dorado”, “La casa verde”, “El Dandi” y “La Peña”.

Tomamos asiento cerca del escenario, al fondo. Pedimos una cubeta. Pixie con sigilo realiza tomas con la cámara fotográfica. Mi padre solía asistir a esta cantina en su juventud después del trabajo, cuando recién se instaló en Querétaro proveniente de Salamanca, Guanajuato. Al mirar alrededor pienso en las decenas de historias que me contó y trato de imaginar sus episodios, como la mesa en la que pudo sentarse (y que probablemente sea en la que yo esté), los pleitos en los que participó, las risas con los camaradas, el llanto por la muerte de mi abuelo o cantar con ahínco “Caminos de Guanajuato”, de José Alfredo Jiménez: “No pases por Salamanca que ahí me hiere el recuerdo…”, en un arranque de jactancia territorial repleto de nostalgia, las pequeñas huellas del viejo en la metrópoli de provincia, sumatoria de los sucesos más el tiempo que da por resultado la memoria. Hay lugares que son personas, en los que también nos refugiamos.

Los meseros, al finalizar la jornada, comienzan a limpiar el lugar; recogen los trastos y botellas, acomodan las mesas y sillas, y avisan al montón de sujetos sobrevivientes que vayamos preparándonos mental y físicamente. Nos queda poco tiempo, aún restan dos cervezas y algunas canciones. Los tipos salen uno a uno al acabarse el trago y se despiden entre sí, compañeros de soledad. Las despedidas son crueles aunque tienen su encanto. Y más que despedidas son un vital hasta luego, un descanso requerido para volver al otro día con la misma rutina de sentarse y beber y guardar silencio y dejar caer la cabeza en la mesa porque ya no se puede más. Recordar lo perdido, lo imperfecto, lo jodido, lo ufano y sublime. Las piernas de aquella mesera; la risa por una anécdota en la adolescencia; el mensaje en el celular a quien se fue para no volver; sentirse vacío y encender un cigarro al cruzar la puerta al momento de salir para saturar con humo nuestras oquedades, de vuelta a esa otra soledad, la de la multitud y el espacio abierto, y salir del rincón para afrontar nuestras verdades. No hay más.

Con Pixie, por las calles semidesiertas, buscamos transporte para regresar a casa. La muchedumbre ya no existe sino individuos. Aparecen conforme avanzamos: borrachos, prostitutas, vagabundos, familias sin techo, desechos del día y una ciudad con alma de pueblo que ve su vida transfigurarse. Las cantinas son un pasado perpetuo, el anhelo de los viejos habitando la ciudad y la constante muestra de que la historia no es lineal, sino que sus hechos habitan por doquier. Es un pequeño rincón, el de mi padre, el de Castells, el de “El Tamales”, el de Pixie, el de Joaquín y Betty, entes llegados por circunstancias siendo ellos mismos y potencialmente un pedazo de memoria en la ciudad.

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